Lo reconozco ante mí mismo: He sido un bala perdida durante mucho tiempo. En los últimos años comí pan de tantos hornos… Bebí sin medida los mejores vinos de cada tierra, me emborraché de coñac francés, probé el calvados y hasta una bebida que llaman güisqui. He fumado puros habanos, que gusto siempre de llevar alguno en el bolsillo de la chaqueta; un pequeño derroche que muy pocos en este país pueden permitirse. He gozado la miel del amor de modos que escandalizarían o quizá harían corroer de envidia a cualquier confesor, suponiendo que éste llegase a ser un hombre de sotana tras una celosía y no un tabernero tras un mostrador.

Pero voy decidido a serenarme, a cambiar de vida. No volveré a ser el bala perdida que fui.

Mentiría si dijese que ahora, tras siete erráticos años, no noto un ilusionante hormigueo  interior al ver en el horizonte la negra silueta del cabezo de la ermita, con la capilla encalada en lo alto. El hormigueo llega a ser punzada que aligera una prisilla en las piernas al llegar por la empedrada carretera del Plano hasta la virgen del Pilar, o quizá es el cambio a la cuesta abajo, hacia el valle. Tras superar el rasante por fin veo este pueblo que me parió y me marcó la frente con sus cicatrices; juegos de niños, como el pastor que con pez marca las ovejas de su propiedad. Aquí está mi madre, mi padre y mi hermano, a los que ansío ver tras tantos años de aventura. A ellos acudiré como el hijo pródigo de aquella parábola, aunque con la diferencia de haber partido yo sin herencia que derrochar.

Entraré en casa, subiré las escaleras y allí nos abrazaremos todos, como el día de mi partida. Y no volveré a ser el bala perdida que fui.

Enfilo hacia el río, casi al trote. En la acequia Vieja, un regador se dispone a abrir la fila para liberar el agua hacia una de las pequeñas fincas de la Nora; conozco a este hombre y de repente recuerdo cual es la parcela a la que pretende hacer llegar el agua. Desatiende su faena para asomar la cabeza entre la cañota y quedarse mirándome. Barba cerrada, negra, mal afeitada. Silencioso. Con toda seguridad me toma por forastero. Quizá ya lo soy.

Sigo bajando, a mi izquierda el abrevador, todo de piedra sillar. La contratación en su obra supuso mi salvación, quizá mi perdición; mi salida al mundo.

Cruzo el puente, asomándome por la baranda de la izquierda puedo ver, arrodilladas, como haciendo una genuflexión al agua, dos líneas de mujeres que friegan en la Cequieta. Por la baranda de la derecha, el azud del molino Julve, con su badina infinita, como un espejo en que se reflejan los chopos de la Peña Mallorca.

Plaza del Puente, solo me queda subir la cuesta de Las Calzadas, quizá debería apagar el habano para encararla. Llegaré a la plaza  de la Iglesia y allí entraré en casa. La puerta estará abierta y en ella podré, por fin, abrazar a mi madre. Implorar redención. Arrepentirme ante mi padre.

Al mirar a la izquierda veo a dos labradores que acaban de abrevar sus mulas en el abrevador redondo del San Juan. Reconozco en ellos a dos amigos. Cruzan la calle para entrar en una puerta bien conocida: la taberna de la Tía Pepa. ¿Por qué no? Siete años de bala perdida para volver a casa bien podrán ser siete años y un vaso de vino.

El día es de un sol brillante pero entrar en la taberna es bajar a un submundo a nivel de calle. Oscura y fosca hiede a humedad, con solo una ventana, diminuta, que permite, como una concesión, vislumbrar el mostrador de yeso. Sobre él, de un madero del techo cuelgan las siluetas de medio bacalao y un conejo asado hasta casi carbonizarse al que le falta la cabeza y una paletilla. Severas viandas con que pasar el vino terroso del que hace alarde la tabernera.

Los ojos tardan en acostumbrarse a la penumbra pero los que están dentro, con sus pupilas ya resignadas, se giran al tiempo para verme, este personaje vestido de traje de paño, aunque polvoriento por el largo camino a pie, sombrero y alpargatas nuevas. Los que no se han girado aún, lo hacen con descaro al perfume de un tabaco importado, tan inusual entre aquellos muros.

Al fondo, la Tía Pepa, ausente, acaricia el mostrador con un trapo mugriento, que aclara en un barreño de agua turbia. Deja el trapo y enjuaga en el mismo barreño dos vasos de vino, amoratados por el uso, que vuelve a llenar para los últimos que entraron.

Todos murmuran mi presencia con descaro, hasta que uno de los acemileros que yo había visto entrar, con el vaso casi en los labios me reconoce, grita mi nombre y viene a abrazarme con alborozo. Me ofrece vino. Por supuesto.

En vez de dejarme convidar celebro, permitiéndome el sarcasmo:

-¡Tía Pepa, vino para todos! ¡Fíemelo a mí!

-Clientes como tú más valdría que no hubiesen vuelto ¡Tantos años pero quieres abrir nueva cuenta, como la que tu padre te tuvo que saldar!

En estos años de deambular he cometido tropelías, digamos chiquilladas. Y no me ha ido mal, me he curtido, he sufrido… Pero he cobrado en metal. He gastado gran parte en perdición y vicio. A punto estuve de acabar mal en varias ocasiones. O de acabar, sin más. Pero en un resquicio de conciliación conmigo mismo aún tuve conocimiento de guardar. Cuatro cartuchos de papel con duros de plata pesan en el bolsillo interior de mi chaqueta. Con ellos voy a llegar a casa. Compraré un par de mulas, algún olivar y me estableceré, tranquilo y con cierto desahogo. Buscaré consuelo en alguna de las que se arrodillan en la acequia, que se levantará al sonido de los duros. Me estableceré y no volveré a ser el bala perdida que fui. Nunca más.

Me gustaría sacar los cuatro cartuchos, en un alarde, sobre el mostrador e impresionar a todos. Pero mientras me dirigía decidido a la taberna, tras ver a los acemileros, he sacado con disimulo dos monedas de uno de los cartuchos, que he cambiado de bolsillo.

Pronto se forma un corrillo a mi alrededor, de los ocho o diez clientes solo uno queda de espaldas, apartado del corrillo, mirando por encima del hombro con el labio torcido y escuchando con desprecio mis lances, narrados por requerimiento de los presentes.

-Tía Pepa ¡cóbrese de aquí!- Tiro las dos grandes monedas que retintinean entre sí en un descarado e inconfundible sonido de plata que hace desorbitar los ojos de todos, pero sobre todo de la tabernera, que parecen dos lunas viejas de enero. En uno de los duros queda la cara de un infantil Alfonso XII a la vista; en el otro, un laureado rey con patillas de hacha y la inscripción: “LOUIS PHILIPPE I ROY DES FRANÇAIS”, tan grande como un duro español, cuarenta piezas en kilogramo. Fruto de algunos trabajillos de estraperlo que hacía los domingos libres durante mis días trabajando en la construcción de aquella estación internacional. Había que jugársela con los carabineros, cargado con pesados sacos de café, pero la plata extranjera caía, contante y sonante.

El único externo al corrillo no ha podido evitar mirar con descaro las concaradas monedas y sentencia:

-Esa moneda no vale en España.

La Tía Pepa, que aún no ha salido de su asombro, ni a pesar de sus ideas republicanas ha podido evitar admirar estos reyes. Me mira con sonrisa cómplice, casi hay belleza en el gesto de la vieja tabernera con pata de palo. Lentamente gira el cuello hasta encontrar la mirada del impertinente observador, mutando su sonrisa por su más desagradable mueca mientras le espeta:

-En esta taberna sí que vale. Y si no, aprendo francés. Si tuvieras tú tantos duros como te gusta aparentar no estarías en esta casa, bebiendo vino recio y rosigando una cabeza de conejo.

Todos reímos, sin alboroto pero con convicción.

-Y tú ¡Bienvenido seas! Y no pases pena por lo de antes, que ya se pagó. Atrás tengo anís, coñac y vino rancio ¿Ronda?

El alborozo se generaliza. El del rincón paga con cobre, no tolera la invitación y con los dientes prietos sale de la taberna, arrojando a su salida sobre las losas del patio la cascada de sol que entra por la puerta, como en las imágenes de Pentecostés.

Bebemos, cuento, me cuentan. Comencé de aprendiz en la obra del abrevadero, seguí en el muro de Híjar, de allí a la estación internacional de Canfranc, hice algo en Navarra y vi el mar en San Sebastián. Ronda. Me dicen que la obra del pantano de Castellote, un utópico proyecto cuando marché, va adelante. Que buscan gente, con o sin experiencia. Los labradores no quieren ir. Ellos no quieren ir, están aferrados al olivar. Ronda. Soy informado de que los míos están bien. Ahora iré a verlos, arrepentido. La aventura terminará. Mi padre querrá recriminarme pero se lo callará. Mi madre llorará y mi hermano me echará en cara, si es necesario le callaré con la autoridad de los reyes que han mandado callar a la Tía Pepa… Otra ronda. Y yo no volveré a ser el bala perdida que fui.

Doy a la Tía Pepa el duro Alfonsino, me pide, por favor, que le pague con el francés. -Un capricho-, dice.

Salgo a la calle. El sol me hiere las pupilas. El vino me abotarga la sien. No hay sombra hasta la plaza del Puente. Enfilaré las Calzadas y subiré a casa, la puerta estará abierta… No volveré a ser el bala perdida que fui.

Asomándome por la baranda de la derecha puedo ver, arrodilladas, sumisas, dos líneas de mujeres que friegan en la Cequieta. Por la baranda de la izquierda, el azud del molino Julve, con su badina infinita, como un espejo en que se reflejan los chopos de la Peña Mallorca. Sigo adelante, a la derecha el abrevador, todo de sillería ¡Qué duro fue aquel verano! En la Nora, un regador termina su faena en una finca que trabaja, pero no es de él. Apoyado en el mango de la jada me mira. Quizá me ha conocido.

Tendré que pensar en hacer noche en Calanda, o en el Mas… Hay un día andando, quizá más hasta Castellote.