Relato Ganador I Concurso de Relatos Cortos Villa de Castelserás

Aquel paisaje que tanto añoré, por el que tanto lloré en las solitarias noches de adolescencia en Buenos Aires se encuentra ahora bajo mis botas de vaqueta marrón de la Pampa; único recuerdo material de aquella aventura de ultramar. Sentado en este peñasco de yeso, con las piernas juntas, estiradas, con la vaqueta marrón tapando parcialmente la perspectiva de los chopos del río. Sobre ellos la huerta de olivar. Encima el Barranqué de la Boticaria, en la falda del Cabezo del Moro y como horizonte superior los cabezos de Valdenguía. Todos ellos de color pardo, roídos por aquellos parias que, igual que hacía mi padre, encuentran en los fajos de romeros vendidos al horno el único complemento a su paupérrima existencia.

La versión oficial y administrativa fue que yo, soldado defensor de la última isla americana del maltrecho “Imperio en el que nunca se ponía el sol”, había sido héroe entre la catástrofe general. Que mis botas de vaqueta, envidia de las bastas alpargatas de esparto con las que marché, se las quité a un soldado yankee tras asaltar su posición a la bayoneta.

El desconcierto que sentí a mi regreso de ultramar tras más de once años sin pisar esta Tierra lo disimulé, ante mis reencontrados paisanos, atribuyéndolo a las durísimas experiencias en combate en aquella Cuba que jamás pisé.

Guadalupe no dejó de encontrarme extraño ¿qué novia no encontraría alguna extrañeza en su hombre tras cuatro años de guerra sin escribirle más que tres cartas durante los dos primeros? La recriminación a esta falta pronto fue sustituida por el fulgor del reencuentro.

Y aquí está, frente a las suelas de mis botas de vaqueta el paisaje que pensé no volver a pisar. A mi izquierda la ermita, nunca fui especialmente meapilas pero ¡cuánto le recé aquella noche de tormenta en medio del océano siendo un niño de secano…! A mi derecha los llanos de la Torre Benedí. Y bajo mi tormo de yeso, muy abajo, el cajero de barro de la Acequia Grande con sus sempiternos cañares.

Ya nadie en el pueblo se acuerda de aquel niño de trece años que partió un enero embelesado por las historias que su tío lejano le contó durante un breve regreso, el único de una larga estancia en aquellas tierras de eternas llanuras en las que la fertilidad era tal que de las viñas colgaban racimos de perlas, donde los trigales se segaban con gigantescas máquinas tiradas por tres pares de mulos y donde todos los días comían carne de vaca. Deslumbrado por una vida mejor, por una vida al menos, no dudé en embarcarme en Santander en compañía de mi tío para emprender un viaje sin regreso. Con ello restaba una boca a la casa y sumaba la esperanza de poder algún día enviar algún capital que tapara con pan las que aquí quedaban.

Al llegar a Buenos Aires era agosto; invierno para mi sorpresa. Escribí una carta tranquilizadora, casi formal, a mi madre. Otra para felicitar las Navidades y otra para las siguientes Navidades. Ninguna respuesta obtuve de ninguna de ellas, por lo que con quince años recién cumplidos no recuerdo si perdí el interés por seguir escribiendo o si el exceso de interés que podía aportar la París del Sur a un muchacho adolescente de 1879 borró todo rastro de apego familiar.

Cuando tras nueve años de experiencia americana, creí reconocer al “Fraguas”, el herrero de mi pueblo, en aquella taberna de bajos fondos del bonaerense barrio de Barracas frecuentada por emigrantes españoles, el vuelco de mi corazón me llevó años atrás. Me acerqué a él y me di a conocer como quien era, para lo cual hizo falta recurrir a la coletilla de “el hijo de…”. El “Fraguas” se hallaba emigrado desde hacía casi un año. Como todos, por esperanzas de mejora y… por algún asunto turbio que a pesar del ingente vino con que celebramos el encuentro no fue de su interés detallar.

Por aquel entonces la diosa Fortuna hacía más de un año que había dejado de sonreírme. Me encontraba sin trabajo, comiendo de antiguos favores ya forzados y bebiendo más de la cuenta de futuros favores también ya muy excedidos.

Fue entonces cuando el “Fraguas” me habló de Paco, que había partido a Cuba para cumplir el Servicio Militar. Tras dos cartas a Guadalupe y una a la madre, nadie había vuelto a saber de él desde, más o menos, el momento en que los periódicos comenzaron a hablar de la explosión en el puerto de La Habana de un acorazado americano llamado Maine que desató la jarana bélica. Aquí en Argentina la cosa no traía mucho eco mediático, pero parece ser que en España no se hablaba de otra cosa que de los desastres coloniales.

Oyendo al “Fraguas” saltó en mi mente una chispa. Aunque me encontraba algo abotargado por el exceso de vino del reencuentro, aquella chispa hizo prender el acúmulo de ideas enquistadas durante largos años. Sin meditación alguna le espeté:

-Pues vaya un topetón himos tenido, Fraguas. Ya me gustaría podeme quedar contigo y que me contaras más cosas del pueblo, pero no va a poder ser porque mañana mismo hi de marchar a trabajar lejos, a una hacienda de la Pampa, ande voy a estar de pastor de vacas pa tres años.

Todo era mentira. Mi vida en Argentina estaba echada a perder. Mi tío y único tutor murió a los dos años de arrastrarme hasta allí. El hecho me dejó huérfano de todo control paternal o, al menos, familiar. Un adolescente de un pueblo de Teruel en la ciudad del lujo y la depravación. Con 24 años, sin oficio conocido, ni novia ni perspectivas, viviendo de prestado y casi alcoholizado, la única hebra de vida a la que agarrarme pasaba por un ominoso regreso a España. Pero el regreso a la patria suponía ser considerado prófugo militar, cuestión que no haría sino empeorar la situación.

Aproveché que el vino de la celebración había hecho más mella en el “Fraguas” que en mí para quitarle la cartera cuando a la salida de la taberna quedó tendido, inerte, en un oscuro portal. Cuál fue mi suerte al descubrir que los pocos pesos ahorrados por el herrero desde su llegada a Argentina los llevaba encima junto con su documentación personal. Este dinero y algún otro pedido prestado a las últimas amistades no traicionadas que me quedaban en aquella ciudad completó la cantidad necesaria para comprar un pasaje de barco a nombre de aquel “Fraguas” al que le robé la documentación. Total, ni él ni mis nuevos acreedores volverían a verme jamás.

Nada más llegar a España y cruzar la aduana española con mi documentación temporal de herrero, pasé al nuevo plan: Ahora me haría pasar por Él, Francisco “Paco”  un veterano de Cuba. Aunque carecía de documentación que me acreditase, no fue ello gran impedimento en la burocracia de una España atrasada que bastante tenía con la procesión interna.

No me sentí culpable al adquirir la nueva vida prestada, la novia ni la escasa herencia de quien había desaparecido en acción bélica. Al contrario, creí hacer una buena acción al devolverle su amado novio a una anhelante moza del pueblo que la ausencia de correspondencia desde hacía dos años y el tozudo empeño de su padre hacían plantearse olvidarlo.

Aunque el clamor popular y la depresión por los desastres coloniales hizo que mi imaginado recibimiento de laureles entrando al pueblo cruzando el puente no fuera más allá de la sorpresa entre las mujeres que bajaban a lavar, ello no me importó. Con aquel regreso recuperaba dos vidas ya dadas por perdidas; la mía para mí y la de Paco para ella.

El parecido físico con Paco bregó indiscutiblemente a mi favor; casi cuatro años de dura guerra de ultramar podían haber hecho florecer diferencias en un muchacho. También ayudó el hecho de que en el vapor que me trajo circulasen como pasatiempo numerosos libros entre los viajeros. La lectura de “El libro de la selva”, de Rudyard Kipling creó en mi mente el escenario cubano que necesitaba para explicar las experiencias bélicas. Total, entre estas gentes que no han salido del terruño es imposible imaginar un manglar más frondoso que las zarzas del Mezquín ni una Pampa más extensa que el Plano.

Lo que más costó fue disculpar mi falta de correspondencia ante Guadalupe, para lo cual encontré la excusa en la censura militar. Casarme con ella y dejarla preñada fue cuestión de meses. La criatura que venga seguro lo hará con salud, ella es fuerte. Todo apuntaba a una vida ajustada, sin lujos pero en la paz que me concedía mi pseudónimo hasta este mediodía.

Hoy, tras una mañana rascando zuecas y entrando por el puente a comer con la jada al hombro y la mula del ramal me he visto reflejado en un espejo. En la plaza, con mirada de cíclope perdida, barba de varias semanas, traje militar descolorido, con más agujeros que remiendos y un parche en el ojo izquierdo compensado en asimetría por lo que un día fue alpargata en el pie derecho.Desconozco cuando entró al pueblo.

Desconozco a cuantas personas había visto hasta nuestro encuentro, con cuantas había hablado. ¡Quizá con Guadalupe! Pero su mirada, entre agotada y aterrada, incrédula y sorprendida me ha helado la sangre. El escalofrío que me ha recorrido el espinazo desde el ancón hasta el cuello me ha herido al llegar a la base del cráneo. O quizá ha sido la jada, al tirarla al aire para soltar todo lastre, darme la vuelta y salir huyendo puente afuera. Huyendo de él, huyendo de mí mismo, huyendo del fantasma que soy.

El sentimiento de alegría que debería de haber inundado el espíritu de un hombre que se reencuentra con su hermano gemelo tras once años de separación ha sido pavor al reconocer que Él, yo, no había muerto en Cuba.

Solo sé que he soltado el ramal de la mula y he salido corriendo, corriendo puente afuera, subiendo sin aliento hasta lo alto de la ermita, pasando de largo ante la mirada atónita del ermitaño para llegar a sentarme donde estoy, con los pies al vacío.

Ahora dudo. No dudo por miedo a la muerte que me espera al llegar abajo. Dudo por miedo a quedar malherido, salvado por los cañares. Teniendo que soportar la vergüenza mayor de haber sido quien ni la muerte fue capaz de conseguir en vida por mérito propio